Teresa Gancedo: «Quise regalar un cuadro a la madre del Rey emérito, pero Vijande no me dejó»
Artista. Teresa Gancedo (Tejedo de Sil, León, 1937) nació en plena Guerra Civil Española (1936 – 1939) en un pequeño pueblo leonés. Un lugar donde ha sido muy feliz, la más feliz. Era de las que se portaba mal en el colegio de monjas porque “era carca a tope” y en el que tenía de compañera de clase a Pilar Bardem, actriz a la que, al menos durante un tiempo, estuvo muy unida.
Fue a estudiar Bellas Artes a la Escuela de San Jorge con 28 años. Era de las mayores porque primero se casó y después estudió. Pinta ocho horas al día y hace un parón para ir al Club de Tenis, aunque ahora con el Covid-19 ha tenido que hacer el aperitivo en casa. Cree que el pintor Xavier Grau, fallecido hace muy poco, es el mejor artista de su generación y, además, confiesa que no es creyente, a pesar de haber pintado decenas de crucifixiones. No obstante, reconoce que “ser creyente debe ayudar en momentos de desgracia”.
Fue Antonio Gamoneda, el fabuloso poeta de letra manuscrita incomprensible, el que propició su primera exposición en solitario en 1972 en León, aunque el boom absoluto vino cuando su obra fue elegida para exponerse en la muestra ‘New Image From Spain’ en el Museo Guggenheim de Nueva York. Esto la convirtió, junto a Carmen Calvo, en la primera artista española en exponer y tener obra en el prestigioso museo estadounidense.
María de las Mercedes de Borbón y Orleans, madre y abuela de Juan Carlos I y Felipe VI, respectivamente, le quiso comprar un cuadro “muy pequeño” del que se encaprichó, aunque finalmente la viuda del Conde de Barcelona no se lo pudo llevar a casa. “Fernando Vijande, que era muy pesetero, no me dejó dárselo porque ya estaba vendido”, dice Gancedo divertida.
A sus padres la Guerra Civil les pilló en Madrid, ¿no?
Sí, mis padres estaban casi recién casados y vivían en Madrid cuando estalló la guerra, así que se escaparon de la capital y se vinieron a Tejedo de Sil (León) a casa de mis abuelos. Es un pueblo montañoso y una verdadera preciosidad, un paisaje bárbaro con tantos árboles que, la verdad, no sé cómo tienen ganas de ponerse a trabajar con lo maravilloso que es. (Ríe)
Y usted nace allí y se cría prácticamente con sus abuelos, pero a quien estaba muy unida era a su abuela, ¿por qué?
Nací en Tejedo de Sil mientras todos estábamos esperando a que terminara la guerra y poder volver a Madrid. Pero, sí, como dices mis abuelos eran casi mis padres, los he querido muchísimo y aquel pueblo es el lugar donde mejor lo he pasado y donde más feliz he sido en mi vida. A mis padres los quiero muchísimo, pero ha habido una persona en la vida que me ha enseñado todo sin querer: mi abuela. Era maravillosa, jamás se enfadaba bruscamente y, además, me educaba de una forma natural, sin religiones de por medio. Mi abuela sería una mujer de nuestro tiempo.
Usted siempre declara que no es creyente, a pesar de usar de manera constante símbolos religiosos en sus obras, ¿no es un poco raro ese planteamiento?
No, no soy creyente de la historia que nos han contado o lo que nos han enseñado, soy creyente de la persona humana de Cristo, para mí es un ser humano especial y por eso lo pongo en mi obra. Me dio por pintar a Cristo, aunque también me podría haber dado por Marlon Brando. (Risas) Siempre me ha emocionado Cristo en la cruz, así que siempre entro en todas las iglesias para ver cómo lo han hecho y no, no es por religión, es una mezcla de amor, comprensión y humanidad, me hubiera gustado igual si hubiera sido budista. Es un símbolo importantísimo para mí, pero no soy religiosa. Eso sí, respeto muchísimo a la gente que sí lo es porque, además, creo que tiene suerte de serlo porque debe ayudar en un momento de desgracia.
No obstante, fue a un colegio de monjas a formarse.
Sí, y recuerdo que me portaba fatal. A los 9 años era de las malas de la clase porque en Madrid, para mi disgusto, me llevaron a un colegio carca a tope. Pero, carca, carca, no lo puedes imaginar. Mi madre estaba desesperada porque no me gustaban nada aquellas monjas, era algo horrible.
Pero, ¿por qué fue tan espantoso?
¡Pues porque nos regañaban por todo! Mira, recuerdo que al bajar las escaleras sonaban nuestros zapatos, pero lo que no entendían aquellas monjas en esos tiempos malos, de mucha escasez, había niñas a las que nos arreglaban los zapatos con unas pequeñas tachuelitas y, claro, ¡sonaban! Era una educación casi militar, no podíamos hacer nada.
En el colegio este carca del que habla, ¿es dónde tenía de compañera a la actriz Pilar Bardem?
Justamente y ella también pensaba que era un rollo de colegio. (Risas) Los padres de Pilar eran buenísimos, muy modernos, maravillosos actores y unas grandes personas a las que traté muchísimo porque éramos muy amigas y jugábamos mucho en El Retiro, íbamos al cine juntas y nos interesaban las mismas cosas.
¿Hoy sigue esta amistad?
No, no mucha. Mientras ella no tenía novio nos veíamos bastante, íbamos con la misma pandilla de chicos. Luego se casó con el padre de sus hijos, de los Bardem, y lo pasó muy muy mal. De hecho, recuerdo, hubo un tiempo en el que ella hacía mucho teatro en Pamplona y veía a menudo a mi hermana y le contaba que se tuvo que separar del marido porque era una vaina. Yo estoy muy contenta por ella, por esa ilusión de ver que sus hijos triunfan porque Javier es un gran actor. La quiero mucho, pero la distancia, ella en Madrid y yo en Barcelona, ha hecho que nos hayamos distanciado.
Cuando relata lo de los zapatos, es curioso, me he acordado del poeta Antonio Gamoneda –Premio Cervantes 2006– porque siempre contaba que su madre le rebajaba los tacones de los zapatos de su abuela para poder calzarle y eso provocaba las burlas de los otros niños.
Sólo puedo decirte que Antonio Gamoneda es fantástico. ¡Fantástico! Soy muy amiga suya, me ha escrito cosas y, además, fue él quien propició la primera exposición de mis obras en León porque le gustaron mucho mis dibujos y también que me llamara Fernando Vijande –el polémico galerista que trajo a Andy Warhol o Robert Mapplethorpe a España–. He tenido mucho trato con él, es muy majo y todo lo que cuenta es cierto, le ha pasado de todo. Eso sí, siempre lo hace de manera humilde y, a veces, incluso no dándose la importancia real que tiene. Es maravilloso como poeta y como persona. He tenido mucha suerte de haberle conocido y me alegra que esté tan reconocido por la crítica y por público.
Y usted, ¿se siente reconocida?
No sé cómo decirte, la verdad, no pregunto nada, sólo hago lo mío y que salga el sol por donde quiera. Si gusta, gusta; si no gusta, pues no gusta. (Risas) Llevo siendo así toda la vida, aunque el otro día haciendo mi currículum me dije: “Ah, pues he hecho muchas cosas y, además, he expuesto con las mejores galerías de España”. He trabajado desde que salí de la facultad, siempre he tenido muy buenos galeristas que apreciaban mi obra y eso ha sido siempre un ánimo para mí. Salí de la escuela y ya empecé a trabajar como una loca, tuve la suerte también de que se fijaran en mí los americanos, aquello parecía ‘Bienvenido, Mister Marshall’. (Risas).
¿Se refiere a cuando la eligen para exponer en el Museo Guggenheim de Nueva York?
Sí, aquella señora era tan simpática, la comisaria internacional Margit Rowell, eligió las obras de algunos artistas españoles y también consideró que la mía debía estar allí, aunque, la verdad, hubo quienes la criticaron por sus elecciones. Pero ella fue libre y eligió lo que eligió.
¿Hubo artistas que se enfadaron porque Rowell no los eligió o qué pasó?
Bueno, más bien la crítica era que Fernando Vijande había vendido sólo a sus artistas. Yo lo único que te puedo decir es que a mí me llamó el mismo Vijande, yo estaba exponiendo en Sevilla, y me preguntó los precios de varias obras, cosa que me extrañó, pero me pareció bien porque tengo que vender. Estaba con la galería de Fernando, es cierto, pero en realidad a mí esta señora me había visto en otra galería y podría no haberme escogido, esa es la verdad. Y sí, hubo bastante lío con todo aquello, pero bueno, la vida es así, yo sigo pintando que es lo mío.
¿Cómo fue aquel viaje a Nueva York?
Viajamos todos, nos invitaron un mes entero y era la primera vez que iba a Nueva York. Me acompañó mi hermano, me acuerdo perfectamente, que era un fuera de serie que escribía de maravilla porque le encantaba la literatura y la poesía. Lo pasamos muy bien y conocimos a mucha gente. Recuerdo que estaba allí la madre del rey emérito, de Juan Carlos I, María de las Mercedes de Borbón, y se portó de maravilla con nosotros, vino a vernos, se enamoró de un cuadro mío, pero ¡resultó que estaba ya vendido! Era muy pequeño, pero que le encantó a todo el mundo, cosa de la suerte que a veces te sorprende. Estaba allí con una sobrina suya y no paraba de comentarme lo que le había gustado el cuadro, quise regalárselo, pero Vijande que era un pesetero no me dejó hacerlo. (Risas)
Vamos, que María de las Mercedes se quedó sin el cuadro.
¡Claro! ¡No se lo llevó! Ahora este cuadro que le gustó tanto a la madre del Rey emérito está en el Museo de León, en el Guggenheim de Nueva York se quedó otra obra enorme.